Capítulo 19, versos 23-35
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Por entonces se produjo un tumulto no pequeño con motivo del Camino.
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Cierto platero, llamado Demetrio, que labraba en plata templetes de Artemisa y proporcionaba no pocas ganancias a los artífices,
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reunió a éstos y también a los obreros de este ramo y les dijo: «Compañeros, vosotros sabéis que a esta industria debemos el bienestar
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pero estáis viendo y oyendo decir que no solamente en Éfeso, sino en casi toda el Asia, ese Pablo persuade y aparta a mucha gente, diciendo que no son dioses los que se fabrican con las manos.
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Y esto no solamente trae el peligro de que nuestra profesión caiga en descrédito, sino también de que el templo de la gran diosa Artemisa sea tenido en nada y venga a ser despojada de su grandeza aquella a quien adora toda el Asia y toda la tierra.»
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Al oír esto, llenos de furor se pusieron a gritar: «¡Grande es la Artemisa de los efesios!»
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La ciudad se llenó de confusión. Todos a una se precipitaron en el teatro arrastrando consigo a Gayo y a Aristarco, macedonios, compañeros de viaje de Pablo.
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Pablo quiso entrar y presentarse al pueblo, pero se lo impidieron los discípulos.
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Incluso algunos asiarcas, que eran amigos suyos, le enviaron a rogar que no se arriesgase a ir al teatro.
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Unos gritaban una cosa y otros otra. Había gran confusión en la asamblea y la mayoría no sabía por qué se habían reunido.
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Algunos de entre la gente aleccionaron a Alejandro a quien los judíos habían empujado hacia delante. Alejandro pidió silencio con la mano y quería dar explicaciones al pueblo.
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Pero al conocer que era judío, todos a una voz se pusieron a gritar durante casi dos horas: «¡Grande es la Artemisa de los efesios!»
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Cuando el magistrado logró calmar a la gente, dijo: «Efesios, ¿quién hay que no sepa que la ciudad de los efesios es la guardiana del templo de la gran Artemisa y de su estatua caída del cielo?